Dársena 23

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Desde pequeña había pensado que las estaciones de autobuses tenían algo especial. Y el término no conlleva sólo connotaciones positivas. Lo cierto es que, a parte de darme mucho miedo, cosa que he ido superando gracias a los numerosos viajes y horas en ellas, también me han parecido los lugares más maravillosos del mundo.

Son el punto de partido de los sueños, de las grandes esperanzas. Son el primer y el último beso de la persona a la que amas después de tanto tiempo. Son el nexo de unión, la plataforma en la que se protagonizan los reencuentros más esperados y las despedidas más amargas. Son una vía de escape, de fantasía hacia lugares nuevos, hacia la desconexión. El reflejo de la sociedad, sin más. 

Pensaba, amenizando mi espera, en el número de personas que viajaban conmigo. Pongamos que eran unas sesenta. Todas ellas con sus historias, con los motivos que le habían llevado a aquel viaje. La mayoría tenían la misma cara que yo. Se les salían las ganas de la maleta. Otros parecían resignados a hacer, de nuevo, ese trayecto. Había quienes ese era el primer trayecto hasta su destino pues les quedaba un poco más lejos que el mío.


Y yo, que tantas y tantas veces me había imaginado en ese viaje, dejé de fantasear con las razones que condicionaban al resto y me paré a pensar en las mías propias, en aquella estación y en aquel viaje. Una parte era consciente del motivo del mismo y estaba feliz de que fuera ese y no otro. Pero mi otro yo, aquel al que le puede el subconsciente, pensaba en que estarías allí, esperando junto al andén y no pude evitar sentirme nerviosa e impaciente al pensar en cómo sería nuestro reencuentro.  

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